Devoción a la Sagrada Familia: cómo vivir la castidad

Te alabamos y bendecimos, oh Sagrada Familia, por la hermosa virtud de la castidad que viviste como regalo para ofrecer a Dios por el reino de los cielos. Ciertamente fue una elección de amor; de hecho vuestras almas, sumergidas en el corazón de Dios e iluminadas por el Espíritu Santo, palpitaban de puro e inmaculado gozo.

La ley del amor dice: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente". Esa fue una ley sobre la que se meditó, se amó y se vivió plenamente en la casita de Nazaret.

Sabemos que cuando realmente amas a alguien, con tus pensamientos e intentarás mantenerte cerca de tu ser querido y no hay lugar en tu corazón para los demás. Jesús, María y José tenían a Dios en sus corazones, mentes y en todas las acciones de su vida; de modo que no había lugar para recurrir a pensamientos, deseos o cosas que no fueran dignas de la presencia viva del Señor. Vivieron la gran realidad del reino de los cielos. Y Jesús, que había vivido esta realidad durante 30 años, la proclamará solemnemente al comienzo de su predicación, diciendo: "Bienaventurados los de limpio corazón porque verán a Dios". María y José habían meditado, vivido y guardado estas santas palabras en su corazón, saboreando toda la verdad.

Tener un corazón puro y casto significaba ser claro y transparente en pensamientos y acciones. La rectitud y la sinceridad eran dos valores enraizados tan profundamente en los corazones de ese pueblo santo que el barro de las pasiones y la impureza no los tocó en lo más mínimo. Su apariencia era dulce y luminosa porque tenía el rostro del ideal en el que vivían. Su vida fue tranquila y serena porque estaban como inmersos en el corazón de Dios, que hace que todo sea más hermoso y pacífico, incluso cuando la iniquidad ruge.

Su cabaña carecía de belleza material, pero resplandecía de puro y santo gozo.

Dios nos santificó con el bautismo; el Espíritu Santo nos fortaleció con la Confirmación; Jesús nos alimentó con su Cuerpo y su Sangre: ¡nos hemos convertido en el templo de la Santísima Trinidad! Aquí Jesús, María y José nos enseñan cómo conservar el tesoro de la virtud de la castidad: viviendo una presencia constante y amorosa de Dios en nosotros.