Meditación de hoy: ¿Quién puede explicar el misterio de la caridad divina?

El que tiene caridad en Cristo pone en práctica los mandamientos de Cristo. ¿Quién es capaz de revelar el amor infinito de Dios? ¿Quién puede expresar la magnificencia de su belleza? La altura a la que conduce la caridad no se puede decir con palabras.
La caridad nos une íntimamente a Dios, "la caridad cubre una multitud de pecados" (1 Pt 4, 8), la caridad lleva todo, toma todo en paz santa. Nada vulgar en la caridad, nada soberbio. La caridad no despierta cismas, la caridad trabaja enteramente en armonía. En la caridad, todos los elegidos de Dios son perfectos, mientras que sin la caridad nada agrada a Dios.
Con caridad, Dios nos ha atraído hacia sí mismo. Por la caridad que nuestro Señor Jesucristo tuvo para nosotros, de acuerdo con la voluntad divina, derramó su sangre por nosotros y dio su carne por nuestra carne, su vida por nuestra vida.
Miren, queridos, cuán grande y maravillosa es la caridad y cómo su perfección no puede expresarse adecuadamente. ¿Quién es digno de estar en él, si no aquellos a quienes Dios quería hacer dignos? Por lo tanto, recemos y pidamos de su misericordia que se encuentre en la caridad, libre de cualquier espíritu partidista, irreprochable.
Todas las generaciones desde Adán hasta el presente han pasado; aquellos que, por la gracia de Dios, se encuentran perfectos en la caridad, permanecen, obtienen la vivienda reservada para el bien y se manifestarán a la llegada del reino de Cristo. De hecho, está escrito: entre a sus habitaciones incluso por un momento muy corto hasta que mi ira y furia hayan pasado. Entonces recordaré el día favorable y te levantaré de tus sepulcros (véase Is 26:20; Ezequiel 37:12).
Bienaventurados, queridos, si practicamos los mandamientos del Señor en armonía con la caridad, para que a través de los pecados nuestros pecados puedan ser perdonados. De hecho está escrito: Bienaventurados aquellos a quienes los pecados han sido remitidos y toda iniquidad perdonada. Bienaventurado el hombre a quien Dios no imputa ningún mal y en cuya boca no hay engaño (cf. Sal 31, 1). Esta proclamación de dicha concierne a aquellos a quienes Dios ha elegido a través de Jesucristo nuestro Señor. Gloria a él por los siglos de los siglos. Amén.